Pedro se sienta cada mañana en la mesa de la cocina y abre el pastillero, una colección de pastillas tan larga como una procesión. Es la penitencia que tiene que pagar para seguir vivo y sabe que tendrá que tomárselas cada día el resto de su vida. Si no lo hiciera, sería el virus el que tomaría el control de su cuerpo y lo haría trizas. “Era una sentencia de muerte”, cuenta Begoña. Cuando se lo diagnosticaron pensó que era el final. Inició el mismo calvario de pastillas. Treinta o cuarenta cada día. Cada una como un latigazo en el cuerpo. Aquellas pastillas no eran las de hoy. Aquellas pastillas eran veneno. Pero es lo que había, era el único remedio que tenían los médicos que corrían detrás de la muerte con sus curas de urgencia para detener la sangría. Y consiguieron detenerla. Poco a poco. Probando con los propios enfermos. “Hemos sido ratas de laboratorio”, dice Begoña. Es lo que había: o morirse o aguantar los latigazos. Te salvaban la vida pero te dejaban la marca de la muerte en el cuerpo. Muchos aún llevan las llagas y las marcas en las piernas, en la espalda, en los brazos. Y sobre todo en esa parte del cuerpo que todos llevamos desnuda y de la que no podemos escondernos: la cara. Julián lo lleva escrito en la cara. Un rostro sin carne. Sólo piel. Piel y debajo, huesos puntiagudos que parece que van a reventarla y atravesarla. Es como se le quedó a muchos la cara por el tratamiento. Llevan la enfermedad escrita en el rostro. Es duro mirarse cada día al espejo y ver qué cara tendrás cuando estés muerto. Teresa pensó en matarse. Pensó en desaparecer y matarse ella y matar a su propio hijo. Lo suelta así, tal cual, a bocajarro. Tengo la impresión de que morirse no asusta tanto cuando le has visto llegar de cara. La muerte te ensaña la cara y los vivos la vuelven para no mirarte. Dice que ahora ya le da igual que lo hagan pero que no soporta que lo hagan con su hijo, que cojan un cuaderno que el niño ha tocado y lo tiren a la basura. Eso aún pasa. Y Teresa se rebela. Y se rebela Salva, que es un tío que no tiene ningún miedo de decirle al mundo que lo tiene: que sí, que aquí estoy, que tengo SIDA, VIH, qué pasa. Y pasa entonces Jordi por ahí con su bici vestido de ciclista de alta montaña con unas piernas como robles y una cara de mucho sol y mucho monte y se para y cuenta que estuvo desahuciado, que estaba medio muerto en la cama y que mírale ahora, que se ha puesto a hacer deporte como una bestia para demostrarse y para demostrarle al mundo que se puede estar sano estando enfermo. Y no puedes sino sentir admiración por esta gente que lleva la muerte adormecida en el cuerpo, un cuerpo que ha sido un laboratorio con el que hacer pruebas, esta gente que se ha sido cobaya y se han sentido como esas ratas de la que se aparta la gente con miedo como si fueras un apestado. No sin razón (y con sinrazón) se le ha llamado la peste del siglo XX. Como ellos debieron sentirse aquellos pobres apestados por la lepra o la peste hace siglos. Ellos son los protagonistas de “Elige siempre cara”, una película en la que ellos la eligen y la dan. Aquí está mi cara por si quieres conocerla. Yo vi ayer el documental y aún me acuerdo de sus caras y me siguen dando vueltas. Y me da vueltas la expresión de Juan, la pareja de Pedro, y sobre todo sus ojos que contienen las lágrimas cuando le mira con esos mismos ojos que le ven cada mañana sentarse frente al pastillero, pero también frente a sus cuadros. Porque Pedro pinta, y el tío lo hace bien por cierto. Y su vida es una cosa y la otra, las pastillas contra la muerte y los pinceles para que quede claro que aún pinta mucho. Y me acuerdo de los ojos de Julián al ver su nuevo rostro, después de operarse para eliminar las marcas de la muerte de su cara. El asombro incrédulo en sus ojos como si se viera por primera vez mientras decía “pero si no parezco yo”. Después la alegría que asoma nerviosa y tímidamente en esos ojos, como si estuvieran viendo a un amigo resucitado. Y finalmente la felicidad que inunda su cara nueva cuando se da cuenta de que el amigo es él. | ||||||||
2 comentarios:
Otra incompresión más. Sufrieron el miedo a una enferdad desconocida, sufrieron la muerte y las pruebas de laboratorio, sufrieron el rechazo de la sociedad, sufrieron crueles etiquetas...
Y hoy en la sociedad más avanzada y mejor informada de la historia sufren además la estupidez humana. La estupidez de aquellos que aún les etiquetan o les miran como apestados.
¿Donde Coño han dejado la inteligencia y la empatía cierta clase de personas?.Bueno quizá es que nunca las tuvieron.
Animo a todos los que sufren con la enfermedad y además tienen que luchar con la estupidez humana.
Buenisimo post,Carne Cruda el mejor programa de radio 3.
Debo admitir q conozco poco los entresijos de esta enfermedad pero duele escuchar estas historias de incomprensión.
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